El tango es puro cuento es un libro-disco con tangos, milongas, valses, candombes, canciones dedicados a los más pequeños (y a sus padres). Todas las composiciones fueron escritas por Luis Longhi (letra) y Guillermo Fernández y Federico Mizrahi (música).
Cada tango-cuento está ilustrado por ilustradores de reconocida trayectoria como Tute, Alfredo Sábat, Pedro Penizzotto, Max Aguirre, Pablo Fernández, Sebastián Dufour, Gabriel Sainz, Pablo Bernasconi, Poly Bernatene, Fernando Calvi, Diego Parés, Pablo Fayó, Julieta Arroquy y Troche. Y entre los artistas que interpretan los tangos, además de Guillermo Fernández y Demoliendo tangos (Mizrahi-Longhi) se cuenta con la presencia de reconocidos artistas de la canción popular argentina como Teresa Parodi, Alejandro Dolina, Horacio Fontova, Kevin Johansen, Sandra Mihánovich, Ligia Piro, Walter “Chino” Laborde, Pedro Aznar, Omar Mollo, Alicia Vignola, Manuela Fernández, Sergio Pinget, Daniel Maza y Franco Luciani.
Dice Alejandro Dolina:
Es deseable que el autor y el destinatario de una obra pertenezcan a un mismo mundo. Que compartan códigos, lenguajes y predilecciones. Que reconozcan los mismos indicios y perciban en cada color, en cada palabra, en cada armonía un mensaje similar. En definitiva, que se parezcan un poco.
El arte destinado a los niños enfrenta la dificultad de dirigirse a una población diferente, inefable, nunca enteramente comprendida. Para salvar semejante abismo se establecen unas suposiciones que son indispensables pero acaso falsas.
A lo largo de los años, algunos artistas han ido imaginando una niñez convencional cuyas principales características pueden anotarse con trazo grueso: inocencia, credulidad, lógica inconsistente, conformismo, gusto por las formas elementales, incompetencia.
Desde luego esta niñez no existe y la descripción precedente corresponde únicamente a las obras escritas para esa imaginaria comunidad.
Ahora bien, nadie sabe cómo son los niños. Lo más razonable sería que las poesías y las canciones destinadas a ellos fueran escritas también por chicos de siete u ocho años. Descartada esta posibilidad por razones legales, me atrevo a sugerir que se abandone la política de construir un arte infantil desde una superioridad.
Los chicos intuyen la estupidez con la misma rapidez (o lentitud) que un adulto.
Y no les cuesta calcular que el señor de calzas verdes que les pregunta desde el escenario si han visto al osito picarón es en verdad un farsante. Yo mismo, que no he sido un niño muy despierto, despreciaba las canciones de payasos y gallinitas y más bien me inclinaba por Mi noche triste o El rancho de la Cambicha.
Ahora estamos ante unos artistas que han resuelto cantar, tocar, pintar y escribir tan bien como pueden, sin ir a menos, sin bajar su pretensión de excelencia para adecuarla a un público supuestamente menos dotado.
Guillermo Fernández, Luis Longhi, Federico Mizrahi, Tute y todos los dibujantes, músicos y cantantes que intervienen en la obra son creadores excelentes y complejos que no se han bajado de caballo alguno. Han elegido, eso sí, trabajar en el barrio del humor, calculando que el cinismo une más que el fervor, y que la duda cosecha más amistades que la certeza.
Se me dirá que nada de esto será comprendido por los alumnos de tercer grado. Es posible. Tal vez la niñez ya esté totalmente en manos de los fabricantes de consolas y videojuegos. En ese caso, estos tangos de hadas podrán llegar a aquellos adultos que como Peter Pan han resuelto seguir jugando en secreto.
Alejandro Dolina
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